sábado, 3 de noviembre de 2012

292- “Ver Cabrera, y después …”


“Ver Nápoles, y después, morir”, dicen los italianos para aseverar que si se ha conocido esa ciudad ya no hay en el  mundo nada que justifique nuestra permanencia en él.

Pero los baleares tienen un secreto –con castillo y todo- que contradice a los napolitanos. Un secreto de piedras, de azules y de verdes. Un secreto de paisajes casi vírgenes, que ha sido designado como “Parque nacional marítimo-terrestre del Archipiélago de Cabrera”.  Y eso les permite cuidarlo de la depredación que el turismo masivo implica. ¡Ellos tienen a Cabrera! Y yo, gracias a mi primo Sebastià, el privilegio de haber pasado un día ahí. ¡Y no como turista, aunque me jacte de tal!

Recién ahora, a dos meses de ese increíble momento verdiazul, puedo comenzar a valorarlo en su exacta dimensión.

La lancha, con mi primo-capitán al frente y Dolors, su mujer, e hijo mayor como grumetes, atravesó, veloz, el Mediterráneo desde la costa mallorquina. No negaré que un poquito temerosa me encontraba, pero eran tantas las expectativas que “el capitán” había creado, que soporté, estoicamente, los acosos de las olas, aunque respiré, aliviada, cuando apareció el archipiélago ante mis ojos.
Rocas del Terciario estratificadas, abatidas por el mar, una vegetación que por momentos me recordaba a la de nuestras sierras cordobesas: no demasiado alta y un tanto seca, comparada con nuestros verdes pampeanos. Y ese mar azulazulazul… No se podía pedir más y, sin embargo, más había.


Al llegar a la isla de Cabrera, que da nombre al archipiélago, nos recibieron los pescadores amigos de mi primo (son muy pocos y deben hacer su faena poniendo extremo cuidado con la fauna marina, obedeciendo a pie juntillas las ordenanzas que se han dictado al respecto). Además de ellos, una langosta enorme me dio la bienvenida. ¡Pobrecita! ¡No sabía aún que su destino era el caldero!

Es imposible contar, amigos, el almuerzo. Sebastià transportó, orgulloso, la cazuela preparada por los pescadores, hasta la mesa. La conjunción de sabores marinos y arroz, vino y risas, en la pequeña casa encalada en sencilleces, que la hacían realmente única,  me hizo sentir mil veces afortunada. ¡Una porteña mallorquina disfrutando de un almuerzo imposible de vivir en cualquier otra circunstancia! ¡No me digan que no  es maravilloso!

Como postre, el destino me preparaba una prueba muy difícil. Eran las cuatro de una tarde de verano decididamente tórrida. Y el desafío: subir hasta el castillo y sus secretos.

Mi imaginación, afiebrada por el arroz y los mariscos,  me hacía ver detrás de los matorrales que flanqueaban el sendero de piedras resbaladizas, a algún fantasma fenicio, algún cartaginés o ¿por qué no? algún  romano. Mientras que desde los balcones naturales que jalonaban el ascenso y mostraban el puerto desde lo alto,  surgía en mí la visión de algún barco pirata berberisco, de los que en los siglos XIII y XIV solían tomar la isla como base para atacar las costas mallorquinas.

Es que las piedras del castillo, a las que intentábamos ver de cerca, estaban vigilando el lugar para ahuyentar a los filibusteros y lograr una mayor vigilancia de las aguas cercanas a Mallorca desde el mil quinientos, por lo menos.

A esa altura temía un poco por mi salud, amigos, lo confieso. Pensaba que el colorado de mi rostro era la venganza  del crustáceo que tan gentil bienvenida me había brindado. Los cuarenta grados a la sombra, las visiones seculares y mi primo jalando de mi robusta humanidad, con el castillo en la cumbre como meta, eran un conjunto de difícil digestión para una sexagenaria con pretensiones juveniles. ¡Pero valió la pena! Tanto, que ni siquiera chisté en el momento de subir por una escalerita de piedra encerrada entre muros a no más de setenta centímetros de distancia absolutamente a oscuras…

¡Porque después del tormento vi la luz! La más deslumbrante luz mediterránea. Ésa que me hizo olvidar todos los esfuerzos para decir que valió la pena la escalada. Ésa que me permitió guardar para siempre en la retina las aguas calmas de zafiro, las pocas lanchas amarradas en la bahía, escoltadas por las privilegiadas paredes blancas de las casetas de pescadores. ¡Valió la pena! ¡Vaya si la valió!

Grabado por un prisionero francés en las piedras del castillo
 La brisa de la cima retempló (o refrescó) mi ánimo, y emprendimos el descenso,  acompañados esta vez por los ecos tristísimos de los prisioneros  en la Batalla de Bailén, que terminaron encarcelados en la isla de Cabrera. Los pobres vivieron la paradoja de que ese lugar paradisíaco se convirtiera en su cárcel natural y cuando en 1814 fueron liberados, podía contarse solamente la mitad de ellos, para ser generosos en la cuenta. Ni hablar de sus sufrimientos y pesares.

A pesar de las tristes historias, mi primo y yo estábamos absolutamente felices. Él, porque había cumplido su promesa que me permitiera sobrevivir a un año particularmente difícil. Y yo porque había conseguido estar de pie y entera para vivirlo, a pesar de sudores y venganzas langosteras. Él y yo sabíamos, sin necesidad de decirlo, que con el sueño de ese día, él me había sostenido a la distancia, en los momentos más duros. Él y yo sabíamos, aunque  callamos, que esa escalada significaba mucho más que hollar las piedras del castillo. Que se trataba de un instante único, luego de cuarenta años de silencio entre nuestros padres, después de tantas cosas…

Ahí, debajo de las piedras, vinieron a saludarnos las lagartijas. Que debían compartir nuestra alegría. Símbolo de la isla, cuyo nombre se debe a las cabras que alguna vez la poblaron, las lagartijas han sobrevivido a todo, y forman parte de una fauna propia del lugar que las autoridades están empeñadas en conservar. Me pareció que una de ellas me recomendaba un baño. No hizo falta que lo dijera dos veces porque fue llegar al llano, y arrojarme al agua, sin importar esta vez las piedras ni las praderas de posidonia, que cosquilleaban en mis pies ardientes.

Los peces nadaban alrededor,  y yo me dejaba conquistar por la magia de Cabrera, hasta que la vocecita de Pau, el hijo más pequeño de Sebastià, me avisó que partiríamos.

 Mientras navegábamos por dentro de la Cova Blava (Cueva Azul), el último regalo de la jornada,  rezaba dando gracias. Porque el refrán que se aplica a la bahía de Nápoles cobraba un sentido nuevo, iluminado por los insondables colores de la cueva.

Ya quería regresar el próximo verano. Para mí, de ahora en más, el apotegma sería:


“Ver Cabrera y después…desear vivir, para volver a ella…”

Cati Cobas

Nota de la Autora:Sebastià  Jaume, el  hijo adolescente de mi primo, sueña con ser un naturalista dedicado a la conservación de la Isla. Desde el Plata, le envío mi deseo de que cumpla su sueño y la certeza de que si se esfuerza para lograr su objetivo así lo hará, seguramente, para regocijo de las lagartijas y las posidonias cabrerenses… y orgullo de todos los que lo queremos.

2 comentarios:

RosaMaría dijo...

Qué maravillosos momentos, un lugar paradisíaco, una hermosa familia y salud para disfrutarlo. Eso es lo que deseo para vos en este 2013 y sobre todo que seas feliz. Besos gordos

María Antonia Bonet Coll dijo...

Qué maravillosa experiencia!! Cabrera es para ir, volver y volver y no dejar de volver. Hermosa Caticronica!!!