domingo, 8 de junio de 2014

301- No es lo mismo el otoño en Mendoza

Para Rosa María, fiel lectora, con cariño...

“No es lo mismo el otoño en Mendoza, 
hay que andar con el alma hecha un niño 
comprenderle el adiós a las hojas 
y acostarse en su sueño amarillo”

Desde que, a fines de abril, regresé de Mendoza -para mis lectores en España, una provincia argentina que dista la friolera de unos mil kilómetros de Buenos Aires- me propuse compartir la experiencia, regresando a mis crónicas.

Pero tomar la pluma (bueno, el mouse) a veces nos da “cosita”, pudor, sobre todo si tenemos que admitir que el sueño amarillo de nuestra vida va avanzando para llegar en unos años al invierno. Da pereza admitirlo. Mejor demorarse en los cantos de las acequias y en las tonadas que, según “la Negra” provienen, en la provincia cuyana, de los duendes del agua. Mejor quedarse en el cañón del río Atuel y sus parajes deliciosos, llenos de verde, de pájaros y de sol.

Mejor aún embelesarse con el camino a través de la Cordillera de Los Andes, a la que no podemos caer en el lugar común de tildarla de “majestuosa”. ¿Pero qué decir de ella? Si ya lo dijo mejor la tucumana eterna:

“Es posible encontrar cada nombre 
en la voz que murmuran los cerros 
el paisaje reclama por fuera 
nuestro tibio paisaje de adentro”

Cada rincón del camino “de las altas cumbres” hacía que nuestros ojos se abrieran asombrados. Era imposible no rendirse a la grandeza de la Creación, a la fuerza que brotaba de las piedras, a los colores cambiantes que definían distintas épocas de formación. El Aconcagua nevado nos espiaba en un claro y resaltaba  la pequeñez de nuestro paso por este hermoso mundo. El corazón se llenaba de orgullo. Ésa era nuestra tierra: vasta, cambiante, increíblemente bella.

Hacía mucho frío cuando nos encontramos en el límite con Chile, al pie del Cristo de Los Andes. La emoción fue enorme. No pudimos dejar de pensar en el General San Martín y sus soldados. Ellos caminaron por esos parajes hace doscientos años para la causa americana. Si todavía hoy es difícil hacerlo…¡Qué inmensa y valiente ha sido su gesta libertadora!

Pero volvamos a los valles. A los viñedos rojos y dorados. A las bodegas. ¡Ya hemos tenido suficiente de crónica paisajística! ¡Llegó la hora de la humanidad “in situ”! 

Sepan, amigos, que el viaje fue realizado con un conspicuo grupo más cercano a la cuarta edad que a la floreciente tercera que ostentábamos mi amiga Alicia y yo. Y eso, lo aseguro, no es tarea fácil. Yamila, nuestra simpática y bonita coordinadora pasó las de Caín para paliar las consecuencias que trae el avance de los años en algunos humanos.

La experiencia fue sencillamente sobrecogedora. 

Comencemos por las caídas a troche y moche. Con decirles que, por la mañana, nos sentábamos en el ómnibus apostando cuántos chichones nuevos portarían nuestros compañeros de viaje. Hubo cinco caídas, un omóplato fisurado, dos golpes en la cabeza, un brazo entablillado. ¿Sería el vino que nos escanciaban en cada bodega para que apreciáramos la nobleza de las cubas mendocinas o, simplemente, las dificultades motrices de nuestros compañeros de aventuras?

Pero dejemos de lado la traumatología y pasemos a la otra asignatura digna de mencionar: “el savoir faire”, como diría mi mamá. Ahí sí que hubo alguna que reprobó por varios cuerpos. Una elegante señora hizo las delicias de nuestro viaje, interrumpiendo a la coordinadora para contar sus experiencias por el mundo. ¡Y detalladas! Lo peor es que desde Groenlandia hasta la Antártida nada le era ajeno. ¡Y se había alojado siempre en hoteles de ocho estrellas! Quedamos agotados - y un poquito verdes de envidia pensando si decía la verdad- aunque también dudábamos: ¿qué hacía con nosotros en ese modesto periplo mendocino, a qué negarlo?

Sin embargo, debe haber sido verdad lo de sus anteriores experiencias turísticas porque cada cena era un tormento. Nada le gustaba, protestaba a voz en cuello y nos torturaba al infinito. Y nosotras, que procurábamos mirar con simpatía los ravioles un tanto “cociditos”, terminábamos renegando de la falta de tersura de los mismos y nos indigestábamos de protestas y rezongos, ya que nos parecía de mala educación pedirle a la dama que silenciara sus razones.

El colmo fue el momento en que el chofer de la camioneta que nos llevaba al Cristo le devolviera el cambio del pasaje. ¡La señora le reclamo que los billetes estaban arrugados! ¡Debía haberlos planchado y no entregarlos de ese modo! ¡Qué falta de respeto!

Mi compañera de aventuras ha elaborado una teoría buscando una explicación lógica a lo que tuvimos que soportar estoicamente. Ella sostiene que siendo sexalescentes debemos tomar nota de todo lo que no tenemos que hacer cuando hayamos pasado la barrera de los setenta y tantos. Que la anciana dama fue puesta por el Destino para enseñarnos a ser felices con lo que tenemos, que es mucho y nuestra fue la oportunidad de aprender a no ser un fastidio para los que nos rodean. Así sea.

Queridos amigos: esta crónica mendocina toca a su fin. Que cada uno tome para sí la parte que le toque o que más le guste. Pueden elegir si se quedan con los paisajes o con los aprendizajes.

Pero sepan que, como fuese, valdría la pena volver siempre a Mendoza, no solo en otoño, ya que …

“La tarde nos dice al llevarse al sol 
que siempre al recuerdo lo inicia un adiós 
para quien lo ha vivido en Mendoza 
otoño son cosas que inventó el amor”

Canción: Tonada de otoño
Autora: Mercedes Sosa

Cati Cobas








2 comentarios:

RosaMaría dijo...

Acaso soy yo la Rosa María que mencionas? Disfruto con tu relato en cada momento. Yo también fui a Mendoza y pasé a Chile sintiendo lo que tú. Por suerte no me tocó una compañera de viaje tan "viajada" como la que tuvieron. Preciosa descripción seguro que la disfrutaste igual que yo. Besos y gracias.

CATI COBAS dijo...

Así es...Sos vos...Un abrazo enorme...